Luis Alberto de Cuenca

El cuervo

una noche de un frío diciembre, me encontraba
solo en mi biblioteca, pensativo, tan solo
que ni los viejos libros ni los mil cachivaches
que abruman los estantes me hacían compañía,
tan solo como un náufrago después de la tormenta,
como un tucán en medio del desierto de Gobi,
como un tigre en el Congo, como un ornitorrinco
en Siberia. Muy solo, muy cansado, hecho polvo,
sin ganas de vivir, paseando la mirada
sobre un libro de Dover con The Raven de Poe.

Un libro que incluía las estremecedoras,
formidables, siniestras, locas ilustraciones
de Gustavo Doré, y que justificaba
por eso su existencia, porque era una edición
vulgar, sin interés, de esas que sobreabundan
en los expositores de los Vips. (Recordé
haber leído también la traducción francesa,
hecha por Mallarmé, del poema de Poe,
y fui en su busca. Nada. Ni rastro de ese libro:
lo había extraviado para siempre jamás.)

Tuve que conformarme con la edición de Dover
y sus extraordinarias estampas de Doré.
Fui pasando las páginas como si aquello fuese
un incunable, absorto en las estrofas mágicas
de aquel a quien Ramón llamó «genio de América»
en una biografía exquisita y absurda
que publicó en Losada hace un montón de años
y que tuve y no tengo manera de encontrar.
(No sé qué harán ustedes cuando pierden un libro:
yo me sumo en un pozo de oscuridad atroz.)



Basta de digresiones. Les contaba que un día
—una noche, más bien— de un gélido diciembre,
me encontraba sentado en un sillón de orejas,
rodeado de libros, solísimo en el mundo,
hojeando The Raven, el poema de Poe,
en una edición ruin a la que rescataba
del desastre Doré. Pues bien, seguí leyendo
en voz alta y despacio, paladeando las sílabas,
la inigualable música con que engarza el poeta
las perlas de su duelo y de su malestar.

En las noches de insomnio las sombras tienen alas,
como el cuervo de Poe. Vienen desde muy lejos
a anunciarnos que nunca volveremos a ver
a nuestra amada muerta, por mucho que busquemos
en las fotografías de entonces, en las calles
de Madrid, despojadas de sus ovulaciones
y sus cambios de humor, de su tibia dulzura
(cuando la desplegaba), de sus ojos (¡sus ojos!),
de sus delicadísimas orejas de soplillo,
de su tierno, silvestre, nutricio corazón.

En las noches insomnes de diciembre —el catorce
murió— las sombras tienen alas negras de cuervo
que invitan a viajar por el espacio libre,
por ese cielo azul que no es azul ni es cielo
(que diría Argensola), y surcar las etéreas
salas rumbo a la playa donde tanto lloramos
una tarde de agosto, sintiéndonos vencidos
por el amor y por sus trágicas ficciones,
indefensos, inermes ante las crueldades
del deseo, juguetes en manos del azar.

Pero no sólo hubo llanto y desvalimiento.
Recuerdo aquella torre frente al mar como un símbolo
de la complicidad. Desnudos como ángeles
triunfantes, en los muros del desván escribíamos
frases como «El invierno de nuestra desventura
se ha transformado en un maravilloso estío»,
«La ciudad es mi selva», «Yo voy mucho más rápido
que tú, mucho más lejos», «Ama y haz lo que quieras»,
«Todos esos momentos acabarán perdiéndose
como lágrimas en la lluvia», «¿Quién soy yo?».

Con qué las escribimos no lo sé. ¿Fue con sangre?
La verdad es que ambos teníamos de sobra
para dar y tomar. Luego tú acabarías
vaciándote de todo. «Estaba tan oscuro
que me bañé en tu luz.» «En mi cuarto he colgado
los retratos de otras porque no tengo el tuyo.»
Y las cartas, las cartas, obsesivas y tórridas,
avivando la hoguera de la pasión, quemando
los bosques a su paso e incendiando las mieses.
Aquellas cartas-bomba que no sé dónde están.

Montaigne hizo pintar en las vigas del techo
de su castillo, cerca de Burdeos, las frases
que le habían gustado más. Tú me lo contaste
en una carta ardiente, suspicaz, quebradiza,
donde, además de sexo, me dabas argumentos
para justificar las paredes pintadas
del desván, en la torre de nuestras entelequias,
cuando éramos felices y aún no habías cruzado
sobre el cuervo de poe
el espejo maldito, dejándome sin brújula,
sin Lebensraum, sin norte, sin aire, sin amor.

En las noches de insomnio me invade tu perfume
como una vaharada fantasmal, y lo aspiro
como si fuera polvo de silencio y de ruina
y, a la vez, como un tiro de insondable placer
que, como el Ewigweiblich de Goethe, me conduce
al cielo, donde tú vives eternamente
y donde viven tipos como Borges y Tolkien,
y Shakespeare y Alex Raymond, y Hawks y Milton Caniff,
y Stevenson y Ariosto, y Potocki y Cazotte,
y chicas como Mae West y Hedy Lamarr.

Ha llegado la hora, en esta noche helada
en que sólo me tiende la mano el viejo Poe,
de salir de este pozo de soledad. Al cabo,
como dijo Izaac Walton, «buena ha sido la juerga
que no obliga a mirarse con vergüenza unos a otros
la mañana siguiente». Y así fue nuestro baile,
al ritmo del tam-tam de los pigmeos bandar
de la Selva Profunda. Una danza de muerte
y destrucción y, al tiempo, un sutil bamboleo
al compás protector de la imaginación.

En la primera lámina de Doré se distingue
a un hombre devorado por unos cortinajes
que intenta descorrer y que operan a modo
de telón de teatro, con un cartel arriba,
a la izquierda, que pone Nevermore, y en la parte
derecha, un esqueleto y un cuervo con las alas
desplegadas. En tales disecciones me hallaba
cuando el cuervo saltó del papel a mis brazos,
en busca de emociones nuevas, pues se aburría
mortalmente en el libro. Y graznó: Nunca más.


Luis Alberto de Cuenca y Prado (Madrid, España, 1950). Filólogo, poeta, traductor y ensayista.